Las personas que asumen que el Estado no es responsable de violaciones de derechos humanos, o que asumiéndolo sienten que de todas formas el Estado no es equiparable a otros actores del conflicto en términos de responsabilidad, y que además creen que la violencia política en Colombia está relacionada con el carácter asocial o violento de los colombianos, se representan en el modelo de memoria indiferente.
Steve Stern, un historiador y etnógrafo estadounidense que estudió las memorias de la dictadura en Chile encontró un modelo de memoria emblemático extraño pero perfectamente posible: la memoria indiferente. Este modelo de memoria es el producto de una voluntad de olvidar para “seguir adelante”. Quienes encarnan este modelo de memoria pueden reconocer el dolor de las víctimas, pero consideran que el bien propio, y hasta el de las víctimas, pasa por olvidar los detalles problemáticos de pasado para dar los pasos necesarios para alcanzar un futuro brillante. La memoria indiferente sacrifica el recuerdo de lo atroz y de lo doloroso por una idea de bienestar y confort que implica reconocer la validez de las instituciones del Estado, y de pragmáticamente soltar aquello que se percibe como un peso que detiene el movimiento hacia el progreso. Probablemente también está asociado a un entendimiento punitivo de la justicia que no considera las dificultades prácticas de aquellas personas que no tienen opciones diferentes a la de vivir junto a la violencia. En este caso, la justicia tradicionalmente entendida estaría por encima de cualquier acuerdo pragmático encaminado a la pacificación de zonas remotas que nada tienen que ver con los intereses o los afectos de quienes prefieren “olvidar para avanzar”.
En Colombia la mejor expresión práctica de la memoria indiferente es la que se encuentra expresada en el mapa de la Fundación Ideas para la Paz que se presenta aquí. El mapa muestra los resultados de las votaciones para aprobar o rechazar el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc. En el mapa queda perfectamente demostrado que las zonas más golpeadas por la guerra entre ambos actores aprobaban la terminación de la confrontación bajo los términos de ese acuerdo, que implicaba un cese total de hostilidades, reparación para las víctimas, penas alternativas para quienes aportaran al proyecto nacional de la paz, y representación política para los representantes de las victimas del conflicto y de las Farc. Dicha decisión no puede separarse de los recuerdos asociados al costo cotidiano de vivir en el marco de una confrontación armada que no respetaba a los civiles. Por su parte, en zonas urbanas donde los efectos del conflicto no se sentían, donde las instituciones del Estado y el mercado prestan servicios esenciales, se encontró la mayor cantidad de votos negativos. La memoria indiferente sacrifica el recuerdo de lo atroz y de lo doloroso por una idea de bienestar y confort que implica reconocer la validez de las instituciones del Estado, y de pragmáticamente soltar aquello que se percibe como un peso que detiene el movimiento hacia el progreso. Probablemente también está asociado a un entendimiento punitivo de la justicia que no considera las dificultades prácticas de aquellas personas que no tienen opciones diferentes a la de vivir junto a la violencia. En este caso, la justicia tradicionalmente entendida estaría por encima de cualquier acuerdo pragmático encaminado a la pacificación de zonas remotas que nada tienen que ver con los intereses o los afectos de quienes prefieren “olvidar para avanzar”.
Este es un modelo de memoria que debería encontrarse fácilmente en las grandes urbes, centros poblados por la mayoría de los y las colombianas donde la violencia no está necesariamente articulada a las lógicas del conflicto armado interno hasta el año 2016. El resultado electoral del plebiscito para aprobar o rechazar el acuerdo de paz es, de nuevo, un buen indicador de la existencia de este modelo. La abstención en esa votación superó el 65% del electorado.